sábado, 15 de junio de 2013

DIÓCESIS
+Mons. Enrique Díaz Díaz
Obispo Auxiliar Diócesis de San Cristóbal de Las Casas

La mujer del perfume
XI Domingo Ordinario 

2 Samuel 12, 7-10. 13: “El Señor te perdona tu pecado. No morirás”
Salmo 31: “Perdona, Señor, nuestros pecados”
Gálatas 2, 16. 19-21: “Vivo, pero ya no soy yo el que vive, es Cristo quien vive en mí”
San Lucas 7, 36-8, 3: “Sus pecados le han quedado perdonados, porque ha amado mucho”
Al terminar la ceremonia de confirmaciones se acercó una adolescente radiante de felicidad: “Tanto habíamos soñado con este día, que el perfume del Santo Crisma en mi frente lo siento como un regalo de Dios que nunca me quisiera quitar. Casi ni me quisiera bañar para que no desapareciera este perfume”. “No te preocupes, ese perfume aunque consagrado, tendrá que desaparecer, pero no es lo más importante que pasa en tu corazón”, le explica el catequista, “ahora tú has sido ungida por el Espíritu. Ese perfume lo llevarás a todas partes mientras realices lo mismo que hacía Jesús que también fue ungido por el Espíritu”. Así siguen muchos comentarios y buenos propósitos porque “cuando una persona anda ungida con el óleo de la alegría contagia a los demás y hace que su ambiente se transforme”. “Porque hemos sido ungidos igual que Jesús para llevar palabras nuevas a los pobres y sencillos y a todos los que sufren”. “Cristo significa ‘ungido’, ahora nosotros somos otros cristos”. ¿Cómo viviríamos los cristianos si reconociéramos que somos ungidos con el óleo del bautismo igual que Jesús y que tenemos su misma misión de llevar el perfume de la verdad, del amor y de la justicia?
El tema de este domingo es de perfumes y de unciones; de coherencia y de conveniencia; de fariseos y pecadora; de amor y de ley. Las incongruencias de David, un “ungido del Señor” que abusa de su poder y su autoridad, son preludio de las incongruencias del fariseo que acusa de pecado y de impureza a quien realizando obras de amor y generosidad se purifica; pero el arrepentimiento y la confesión del mismo David expresados en el salmo 31: “Te confesé, Señor, mi gran delito y tú me has perdonado”, son también preludio del perdón concedido a la pecadora y de la condena que sobre sí cargan los fariseos. Las actitudes, las posturas y los juicios del fariseo, contrastan notablemente con las actitudes y posturas de la mujer que alcanza el perdón. Es cierto que le ha ofrecido a Jesús una comida y que sentarse a la mesa con alguien siempre es una prueba de respeto, de confianza y de amistad. No se come con cualquiera, cada uno come con los suyos y compartir la mesa quiere decir que se pertenece al mismo grupo o que se recibe con cariño a quien se acerca a ella. Pero Jesús abre más los reducidos espacios y convierte la mesa en signo de comunión también para los pecadores, entiende y vive estas comidas como un proceso de curación. Es curioso, Jesús ofrece el perdón envuelto en una acogida amistosa pero no hace ninguna declaración, no absuelve de los pecados, sencillamente los acoge como amigos. Ninguna vez lo había hecho, hoy lo hace con una mujer cuyo perfume le roba el corazón.
¿Qué descubrió aquella mujer que rompiendo todas las reglas de la sociedad y de la moral judía se atreve a acercarse en plena comida? Seguramente ya sintió la mirada y el amor incondicional de Jesús. Para nosotros pasarían desapercibidas las omisiones cometidas por el anfitrión si no fueran puestas en duro contraste con la generosidad y limpieza de corazón de aquella mujer. Las duras caracterizaciones que le atribuye el fariseo, no detienen a la mujer en su propósito. Es cierto, no es ni letrada, ni farisea, ni sabia, se reconoce como pecadora de renombre, y para colmo mujer, pero con el suficiente amor para introducirse en el banquete, asunto propio de los hombres. Se salta todas las estrictas leyes sociales y llena con su presencia la sala del banquete. Su cuerpo, detrás y a los pies de Jesús, es elocuente y grita palabras en silencio, con actitud de discípula, de servidora, de escucha y de aceptación. Sólo ella está en el suelo y sólo ella recibe la mirada de Jesús. La marginada pasa a ser la verdadera anfitriona. Aunque esté abajo y detrás, ocupa el centro de la escena. Ha entrado en el camino de Jesús: servicio, escucha, atención, amor. Se ha quedado lejos el fariseo porque buscaba justificación en la ley y la mujer ha descubierto, como dice San Pablo, que la justificación nos llega por la fe en Jesucristo y en su gran amor.
No dice nada pero sus lágrimas gritan su dolor, arrepentimiento y conmoción interior. Al llanto de la mujer Jesús guarda respetuoso silencio de aceptación, de valoración y reconocimiento de la dignidad de aquella mujer. En lugar de la palabra, la mujer habla con su cuerpo: baña con sus lágrimas los pies del Señor; los enjuga con sus cabellos; los besa con veneración y los unge con perfume. Todos, gestos de ternura nacidos del amor, todos brotados de una conversión y una purificación interior; todos llenos de una limpieza extraordinaria. La juzgada pecadora da, sin pretenderlo, lecciones de pureza y verdadera piedad a los escandalizados comensales. La indignación de ellos, sin embargo, no se dirige a la mujer, sino contra Jesús que acepta besos y caricias perfumadas de una mujer pecadora, acusándolo de contagiarse y contagiarlos a todos al admitir tal presencia. El fariseo no ve el corazón, solamente juzga el exterior.
Jesús tiene una reacción que a todos desconcierta: sus palabras, sus gestos, sus silencios, porque quiere abrazar a los marginados por la sociedad, a los que viven en las periferias, a los que no tienen cabida. Aquella cuyo nombre ni siquiera aparece, conocida por algunos como “la mujer del perfume”, entra en calidad de desconocida e intrusa retando las estructuras de la sociedad, y termina en el centro del amor y del perdón. Por amor y con amor, se ha lanzado a una aventura y ha ganado su batalla al lado de Jesús. La figura del fariseo se desvanece y resalta cada vez más la figura de Jesús y la figura de la mujer del perfume. Jesús, nuevamente, ha quebrantado todas las estructuras y leyes que producen opresión porque lo más importante es la persona. Jesús acepta sus caricias, su homenaje y su perfume, y mirándola cara a cara le otorga la salvación. Más escándalo para los invitados, más coherencia en el actuar de Jesús. Aquella mujer ahora puede salir con la cabeza en alto, dignificada, absuelta y reconocida por la mirada de Jesús. Jesús con su cercanía, su aceptación y misericordia, ha provocado un encuentro que transforma y libera. 
Hoy, la mujer del perfume, nos cuestiona a nosotros “ungidos”, si también estamos llevando perfume de amor y amistad a nuestros ambientes. Nos pregunta si lavamos los pies cansados de Jesús migrante desconocido, si besamos los pies desconcertados de Jesús desconocido, si enjugamos los pies de Jesús despreciado. La mujer del perfume tiene muchas enseñanzas para nosotros: acercarnos a Jesús con amor porque al que mucho ama, se le perdona mucho.
Papá Dios, papá que enviaste a tu Hijo a sanar a los de corazón contrito, fortalece nuestra debilidad, para llenar con el perfume de tu amor los espacios de dolor y ausencia que hay a nuestro alrededor. Amén

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