miércoles, 8 de mayo de 2013


Europa: crisis y desesperanza

Con el suicidio de un ciudadano barcelonés de 40 años ocurrido ayer, unas horas antes de ser desalojado por no poder pagar su crédito hipotecario, suman 15 las muertes de ese tipo registradas en territorio español de 2008 a la fecha, periodo en el cual se han efectuado unos 450 mil desahucios de vivienda; en promedio, unos 250 por día.
Más allá de las consideraciones clínicas y de los episodios de depresión personal, tales muertes pueden ser vistas como consecuencias extremas y particularmente trágicas del sentir generalizado de impotencia y desesperanza en que ha sido colocada la población española y de otras naciones europeas a raíz de la crisis económica más grave por la que ha atravesado la región en las pasadas ocho décadas y de las desastrosas medidas adoptadas por gobiernos nacionales y las autoridades comunitarias para contrarrestarla.
En efecto, la implacable política de desahucios puesta en marcha por autoridades españolas es una muestra más de la inflexibilidad y la dureza de las autoridades europeas y los organismos financieros internacionales ante el drama humano que padecen las poblaciones –particularmente los sectores más vulnerables– y contrasta con la enorme disposición de esas mismas instancias a ayudar a los capitales privados, incluso si estos tienen una responsabilidad inocultable en la génesis de la crisis que azota actualmente al viejo continente.
Un botón de muestra de este doble rasero es el hecho de que mientras cientos de miles de familias han sido despojadas de su patrimonio en España desde el inicio de la crisis a la fecha –víctimas de una burbuja inmobiliaria alimentada durante años por los capitales especulativos–, el gobierno de Mariano Rajoy ha destinado miles de millones de euros al rescate de la institución financiera Bankia, en riesgo de quiebra por su enorme cartera de préstamos irresponsables en el sector inmobiliario.
Para colmo de males, el viejo continente se debate actualmente entre el avance de una crisis económica que parece incontenible y la profundización de una explosiva crisis política. A las expresiones de descontento en naciones como Grecia, España y Portugal, se suman las recientes marchas en Francia, en protesta por el desempleo y los planes de austeridad del gobierno de París, cuyo titular, François Hollande, llega a su primer aniversario en el Elíseo sin haber corregido los rezagos dejados por su antecesor en la economía de su país –por el contrario, se han agudizado– y sin ser capaz de hacer frente y equilibrar las políticas económicas devastadoras que los centros de poder mundial tratan de imponer a las naciones de ese continente.
En tal circunstancia, las exigencias europeas de sacrificar a las poblaciones de países en dificultades pueden detonar una nueva espiral de ingobernabilidad y de pasmo institucional y en una desestabilización que rebase el ámbito propiamente económico.
La insensibilidad de gobiernos y de organismos regionales puede terminar de revelarse, en suma, como una estrategia desastrosa para sus propias autoridades y para el mundo. Cabe esperar, pues, que los órganos políticos y económicos supranacionales del viejo continente cobren conciencia de ese riesgo y actúen en consecuencia.

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