martes, 19 de marzo de 2013


Pemex: las cosas por su nombre

Ayer, al conmemorar el 75 aniversario de la Expropiación Petrolera de 1938, el presidente Enrique Peña Nieto afirmó que la reforma energética que impulsa su gobierno no pretende vender ni privatizar Petróleos Mexicanos (Pemex), aseguró que esa empresa es y seguirá siendo de todos los mexicanos y abogó por la modernización de la paraestatal.
El posicionamiento es claramente una respuesta a los señalamientos opositores de que la reforma mencionada pretende transferir a manos privadas porciones sustanciales de la industria petrolera del país. Tales señalamientos se fundamentan en varios hechos y antecedentes. El primero es la reciente reforma estatutaria del gobernante Partido Revolucionario Institucional (PRI), que excluyó la defensa de la condición nacional de la industria petrolera; otro es el persistente empeño de los gobiernos recientes por afectar esa condición, cuyo intento más reciente fue la reforma legal presentada hace cinco años por el gobierno de Felipe Calderón, la cual, significativamente, se justificó como una modernización y no una privatización, a pesar de que pretendía abrir la exploración, la extracción y el transporte de hidrocarburos a empresas privadas.
Nadie en el país desconoce la opacidad y la corrupción que imperan en el manejo de la paraestatal, fenómenos endémicos y persistentes a pesar de la reforma de 2008, y muy pocos, si es que alguno, se manifestarían en contra de la adopción de mecanismos de transparencia, fiscalización y rendición de cuentas en Pemex. Por otra parte, es claro que esa empresa no podrá resistir mucho tiempo más el régimen de saqueo impositivo al que ha sido sometida; que el gobierno federal debe reducir su dependencia de la sobrexplotación fiscal de la industria petrolera y que para ello debe empezar a cobrar impuestos justos a las grandes empresas que disfrutan de regímenes de privilegio o de virtual exención, como es el caso de las mineras.
Si por la modernización de la industria petrolera se entiende el conjunto de las medidas enumeradas, sería absurdo oponerse a ella. Pero ninguna de esas acciones requiere de una reforma constitucional como la que pretende aprobar el priísmo gobernante. Para una modernización de esa clase bastaría con dar cumplimiento a las leyes, y hacerlo con sentido de nación, de futuro, de justicia y de probidad.
Viene a cuento, en esta circunstancia, recordar que la Real Academia Española define el verbo privatizar como transferir una empresa o actividad pública al sector privado, en tanto el María Moliner señala que privatizar es hacer que una empresa o servicio del Estado pase al sector privado. Si la administración federal no pretende privatizar parcial o totalmente la industria petrolera, tendría que aclarar que no sólo se compromete a preservar la propiedad pública de Pemex, sino también el monopolio de la nación sobre las actividades de explotación de los hidrocarburos. Si tal fuera la intención, no tendría sentido alguno modificar los términos actuales del artículo 27 constitucional, especialmente los que señalan que “corresponde a la nación el dominio directo (…) del petróleo y todos los carburos de hidrógeno sólidos, líquidos o gaseosos”, y que “tratándose del petróleo y de los carburos de hidrógeno sólidos, líquidos o gaseosos (…), no se otorgarán concesiones ni contratos, ni subsistirán los que, en su caso, se hayan otorgado, y la nación llevará a cabo la explotación de esos productos en los términos que señale la ley reglamentaria respectiva”.
En nada obstaculizan esos señalamientos constitucionales una modernización sin duda necesaria de la industria petrolera nacional, ni son obstáculo para establecer en Pemex una administración honesta, eficiente y transparente. Por ello, la única forma de interpretar el empecinamiento en modificar el artículo 27 constitucional es que se trata de un intento –así sea parcial y a trasmano– de privatización, algo que difícilmente contaría con respaldo social mayoritario o que requeriría, en todo caso, de un amplio y cuidadoso debate nacional, previo en el que inevitablemente habría que llamar a las cosas por su nombre.

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