martes, 28 de febrero de 2012


Colombia: signos alentadores



El anuncio formulado ayer por las Fuerzas Armadas Revolucioniarias de Colombia (FARC) de que se abstendrán de secuestrar a civiles y liberarán en breve a 10 de los prisioneros que mantienen en su poder constituye un signo alentador en el contexto de la violencia política que ha ensangrentado al país sudamericano durante medio siglo. El grupo guerrillero –el más antiguo de América– señaló también que es hora de que el régimen piense seriamente en una salida distinta, que empiece al menos por un acuerdo de regularización de la confrontación y de liberación de prisioneros políticos. En respuesta, el presidente Juan Manuel Santos valoró el anuncio como un paso importante y necesario en la dirección correcta, aunque insuficiente, y ofreció que su gobierno dará garantías a las liberaciones mencionadas sin circo mediático.
El conflicto armado entre las FARC y el gobierno de Bogotá constituye uno de los componentes principales de la violencia colombiana, pero dista de ser el único: en el fenómeno inciden también las estrategias impuestas por Washington en Colombia mediante gobiernos locales sumisos, tanto en lo que respecta a contrainsurgencia como en materia de combate antidrogas; otro factor fundamental es el fenómeno del paramilitarismo, fomentado y tolerado desde diversos niveles de gobierno. El Palacio de Nariño asegura que ambos problemas –el de los cárteles de la droga y el de los grupos paramilitares– fueron resueltos, en lo fundamental, durante los periodos presidenciales de Álvaro Uribe, pero hay numerosos indicios de que, en ambos casos, lo que realmente ocurrió fue que se llegó a pactos tácitos entre la Presidencia y las organizaciones delictivas de uno y otro signos.
En contraste, la confrontación con las FARC alcanzó, en el periodo de Uribe, un grado de beligerancia oficial sin precedente, que incluyó una colosal inversión armamentista de las fuerzas armadas, la injerencia cada vez más abierta de asesores, entrenadores y operadores directos estadunidenses, e incluso la persecución de la guerrilla fuera de las fronteras colombianas; el caso más escandaloso es el del ataque aéreo y terrestre contra la localidad ecuatoriana de Sucumbíos, donde los militares colombianos asesinaron e hirieron por igual a guerrilleros y a civiles inocentes, entre los cuales se encontraban cuatro estudiantes mexicanos.
Es pertinente recordar, sin embargo, que antes de la llegada de Uribe al poder el conflicto armado entre las FARC y el gobierno de Bogotá pasó por diversos intentos de solución, todos infructuosos. Una de las claves principales de dichos fracasos fue la incapacidad de las autoridades de Bogotá para garantizar la seguridad de los combatientes guerrilleros desmovilizados. Tal garantía es una condición indispensable de cualquier gestión de paz, por cuanto hay en el país el antecedente de otros grupos insurgentes que, tras desarmarse y optar por la lucha política pacífica, fueron diezmados hasta la virtual extinción.
Los tenues gestos de distensión realizados en el momento actual ameritan, pues, que las partes en conflicto sean capaces de concebir y acordar mecanismos de pacificación que permitan poner fin a la insurgencia más añeja del continente, sin que ello implique el exterminio de sus integrantes. Quizá sea tiempo de volver a poner sobre la mesa la salida de los territorios seguros, lo que en el fallido proceso de San Vicente del Caguán fue llamado zona de despeje. Ahora que se cumple una década de que el gobierno terminó en forma unilateral la negociación mediante la ocupación militar de la localidad, y muchos muertos y destrucción después, cabe preguntarse si no se abandonó en forma precipitada, y acaso por presiones de la oligarquía local y de Estados Unidos, esa vía para la paz.

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