lunes, 1 de febrero de 2010

Opiniones


¿Derecho de admisión o de expulsión?
IV Domingo Ordinario

+Mons. Enrique Díaz Díaz.
Obispo Aux. Diócesis de San Cristóbal de Las Casas.

En aquel tiempo, después de que Jesús leyó en la sinagoga un pasaje del libro de Isaías, dijo: “Hoy mismo se ha cumplido este pasaje de la Escritura que ustedes acaban de oír”. Todos le daban su aprobación y admiraban la sabiduría de las palabras que salían de sus labios, y se preguntaban: “¿No es éste el hijo de José?”

Jesús les dijo: “Seguramente me dirán aquel refrán: ‘Médico, cúrate a ti mismo’ y haz aquí, en tu propia tierra, todos esos prodigios que hemos oído que has hecho en Cafarnaúm”. Y añadió “Yo les aseguro que nadie es profeta en su tierra. Había ciertamente en Israel muchas viudas en los tiempos de Elías, cuando faltó la lluvia durante tres años y medio, y hubo un hambre terrible en todo el país; sin embargo, a ninguna de ellas fue enviado Elías, sino a una viuda que vivía en Sarepta, ciudad de Sidón. Había muchos leprosos en Israel, en tiempos del profeta Eliseo; sin embargo, ninguno de ellos fue curado sino Naamán, que era de Siria”.

Al oír esto, todo los que estaban en la sinagoga se llenaron de ira, y levantándose, lo sacaron de la ciudad y lo llevaron hasta un barranco del monte, sobre el que estaba construida la ciudad, para despeñarlo. Pero él, pasando por en medio de ellos, se alejó de ahí. (Lc 4, 21-30).

Derecho de admisión
Llenos de polvo, cansados y sudorosos, con un terrible calor, llegamos al pueblo. Tres horas de camino por las veredas de la sierra habían hecho estragos y necesitábamos reparar fuerzas. Queriendo reanimarnos un poco con los tres catequistas, decidimos ir a comer a un restaurante a la entrada del pueblo. Nos acomodamos a la mesa, con nuestros zapatos mugrosos, con nuestros sombreros polveados y con un hambre de aquellas. Pero al acercarse el mesero y disponernos a pedir nuestros alimentos, nos expresó lleno de pena: “Disculpen, señores, me informan que no podemos atenderlos”. No quedamos estupefactos. “En la entrada hay un letrero que dice que nos reservamos el derecho de admisión y me han dicho que a ustedes no los podemos atender”. Coraje, desilusión. Pero sí, hay muchos lugares donde se reservan el derecho de admisión y asumen que tienen un “derecho de expulsión”.

Examinando las palabras de Jesús
Continuamos con la lectura que habíamos iniciado el domingo anterior y precisamente donde la habíamos dejado: “Hoy mismo se ha cumplido este pasaje de la Escritura que ustedes acaban de oír”, palabras de Jesús afirmando la actualización del mensaje de Isaías. Enseguida se nos presentan las reacciones de las personas: mucha alegría porque alguien de la propia comunidad puede afirmar estas palabras y explicarlas con claridad. Admiración por su sabiduría y todos dan testimonio de él. Pero poco después empiezan las suspicacias y a dudar quién es Jesús. Pero al oír aplicar en presente el proverbio sobre el médico que debe curarse a sí mismo, y la no aceptación del profeta, al escuchar los ejemplos de la viuda de Sarepta, del sirio rico y leproso Naamán, sus corazones se llenan de ira y lo pretenden matar. ¿Qué es lo que hace cambiar su corazón? Quizás a sus oyentes no les gustó la opción de Dios a favor de los gentiles, o quizás la preferencia de los pobres como aquella viuda, o que concede un favor a un rico extranjero sin aceptarle sus bienes. Algo hay en Jesús que no encaja en la forma de pensar de sus paisanos y deciden expulsarlo: “No es bienvenido”. Puede ser que los oyentes reflejen ese estilo de personas acomodaticias: les gusta escuchar palabras bonitas y edificantes, pero no aceptan que se realicen en su mundo y en su tiempo, no aceptan que trastornen sus estructuras.

Sus palabras duelen
Teóricamente aceptan las palabras del profeta y están de acuerdo en que es una gran liberación, pero ellos se sienten bien, no sufren, no tienen ningún interés especial en cambiar su situación, porque todo cambio implica riesgos, inconvenientes que pueden resultar desventajosos para ellos. Todo mundo está de acuerdo en que hay que hacer cambios y buscar la justicia, pero no queremos empezar por nosotros mismos. Quizás también les causó fastidio que los milagros impliquen un esfuerzo y un riesgo para el que los recibe: la viuda tiene que arriesgar su alimento y compartir su último mendrugo con Elías; el leproso, siendo general, no es recibido y tiene que lavarse en el Jordán, el pequeño río casi desconocido, que significaría humillación y ofensa para él. Los ejemplos de Jesús demuestran que cada milagro implica una disposición, un salir de uno mismo y un compromiso grande, que los milagros no caerán del cielo. Lo que había anunciado Jesús, la Buena Nueva, el Año de Gracia y liberación, llegarán sólo con el compromiso serio de quienes se arriesgan en el cambio y conversión. Además los ejemplos de milagros que propone Jesús de repente parecen muy pequeños: Elías ayudó a una sola viuda; Eliseo curó únicamente a un leproso. Sí, pero ambos hicieron que una persona experimentara la salvación de Dios. Así se construye el Reino de Dios.

Expulsar a Jesús
Jesús, que antes había sido alabado y objeto de admiración, de repente se convierte en un estorbo y no es “bien venido” a su propia sociedad. Quizás nos suceda igual en nuestro mundo. Todos, cristianos y no cristianos, expresamos admiración por Jesús, por sus ideales, su doctrina y su forma de vivir, pero eso no quiere decir que sea admitido a formar parte de nuestra vida diaria. Lo expulsamos de nuestro mundo, de nuestras estructuras, de los sistemas educativos, de la relación con los hermanos. Puede presidir desde su cruz nuestras asambleas, las decisiones de los importantes, pero que no hable, que no actúe, que no diga su palabra y que no influya en los demás porque su doctrina es peligrosa. Siempre el amor y la justicia serán peligrosos para una sociedad que se rige por la ganancia y el poder. Por eso nos interpela hoy la palabra de San Pablo en su carta a los Corintios diciéndonos que no es importante hacer mucho ruido, sino amar. Es la enseñanza de Jesús: amar, con todo lo que implica el amor: es paciente, no tiene envidia, no lleva cuentas del mal, perdona sin límites, cree sin límites, espera sin límites, se entrega sin límites. Jesús lo supo vivir hasta el final y es lo que propone. Pero vivir en el amor implica riesgos. Es fácil decir que no haya discriminaciones, que no haya injusticias, pero después no nos atrevemos a vivir plenamente el amor. Expulsamos a Jesús de nuestras vidas. Lo expulsamos cada vez que en nombre de falsas protecciones o buenas conductas, expulsamos a un hermano de nuestras vidas.


Pero él, pasando por en medio de ellos, se alejó de ahí
Bien pronto entendieron las gentes de Galilea la propuesta de Jesús y no lo quieren en medio de ellos, por eso tratan de despeñarlo, hacerlo desaparecer. Porque sus palabras ponen en evidencia los egoístas propósitos de los oyentes. Pero Jesús pasa libremente en medio de ellos. Hoy también hay quien quiere callar a Jesús y a muchos de sus seguidores les da miedo. No tendríamos que perder los ánimos en nuestra misión de ser testigos de los valores de Cristo en un mundo que tal vez ni nos quiere escuchar. También a nosotros nos dice el Señor como a Jeremías: “No temas, no titubees delante de ellos… no podrán contigo porque yo estoy a tu lado”. Que mirando la libertad y valentía con que actúa Jesús, cada discípulo hoy fortaleza su corazón para anunciar la Palabra. ¿Cómo proclamamos y vivimos la palabra de Jesús? ¿Qué significará ser profeta en nuestro tiempo? ¿De qué ambientes hemos expulsado a Jesús o en qué situaciones no queremos que Él intervenga?


Concédenos, Señor, Dios Nuestro, ser fieles a tu Palabra, no acomodarnos ni acomodarla a las circunstancias; amarte con todo el corazón y, con el mismo amor, amar y comprometernos con nuestros hermanos. Amén

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