El trasfondo del espionaje
El encuentro del Grupo de los Ocho países más industrializados (G-8), que tiene lugar en Enniskillen, Irlanda del Norte, de por sí tenso y pleno de desacuerdos, tiene como telón de fondo el creciente escándalo por las revelaciones sobre la dimensión, la extensión y la sistematicidad de las redes de espionaje estadunidenses y occidentales, puestas al descubierto recientemente por el ex empleado de la CIA Edward Snowden.
El tema afecta, en primer lugar, la posición interna del presidente Barack Obama, quien enfrenta el señalamiento social de haber permitido una grave y sostenida violación a normas constitucionales que prohíben la intromisión gubernamental en la privacidad de los ciudadanos, salvo en casos excepcionales y justificados. El señalamiento es tan ineludible que ha dado lugar incluso a coincidencias políticas entre sectores republicanos conservadores y el ala progresista del Partido Demócrata en torno a la necesidad de regular y vigilar las actividades de espionaje interno puestas en práctica por la inteligencia militar (National Seccurity Agency, NSA) y otros organismos.
Por lo demás, en el encuentro de Enniskillen flota en el ambiente el descubrimiento de que el gobierno británico espió a sus huéspedes durante la cumbre del G-8 que tuvo lugar en Londres en 2009, y el gobierno chino, por voz de su Ministerio de Relaciones Exteriores, exigió explicaciones a Washington sobre la intervención furtiva de líneas de telecomunicaciones en China y en Hong Kong, así como sobre la práctica de intervenir empresas y servidores de Internet para llevar el espionaje cibernético a escala planetaria, hecho a todas luces violatorio de la legalidad internacional.
Es claro que de las dimensiones que alcance la indignación social causada por tales revelaciones dependerá, en buena medida, el futuro de Bradley Manning, el soldado estadunidense que filtró a Wikileaks documentos militares secretos que contienen algunos de los crímenes de lesa humanidad perpetrados por los ocupantes occidentales en Irak y Afganistán; de Julian Assange, el fundador de Wikileaks, quien por estas fechas cumple un año de permanecer en la embajada de Ecuador en Londres, en calidad de refugiado, y quien hace frente a una severa persecución judicial de Suecia y Gran Bretaña con el inocultable propósito de entregarlo al gobierno de Estados Unidos, y del propio Snowden, cuyo paradero se desconoce, pero sobre quien pesa ya una investigación judicial y una campaña mediática, orquestada por el gobierno de Washington, que pretende convertirlo en traidor y criminal.
Justamente ayer, el canciller ecuatoriano, Ricardo Pacheco, llegó a Londres con el propósito de encontrar, junto con las autoridades británicas, una salida a la situación de Assange, a quien el gobierno de David Cameron niega el salvoconducto requerido para que pueda abandonar el territorio inglés y viajar hacia Ecuador, cuyo gobierno le ha ofrecido asilo político.
Y entre estos acontecimientos crece el debate público en torno al secretismo tradicional de los poderes públicos y su tendencia a establecer sistemas ilegales de vigilancia y espionaje sobre la población, pese a que, en los casos de Estados Unidos y Europa occidental, tales prácticas ponen en entredicho las pretensiones democráticas y legalistas de esos países.
La consideración básica y consensual que debiera refrenar la tendencia de todo poder público a inmiscuirse en la privacidad de los habitantes es la siguiente: los individuos deben gozar de la máxima protección posible a la intimidad, en tanto los gobiernos deben reducir al mínimo la confidencialidad de sus actividades y guardar secretos sólo en circunstancias excepcionales en las que las consideraciones de seguridad nacional así lo ameriten. Pero, en lo inmediato, las democracias occidentales invierten los términos de esa ecuación, actúan como regímenes opresores y procuran reducir al mínimo posible los márgenes de privacidad de los ciudadanos, en tanto buscan para ellos mismos el máximo espacio de secreto, y en él, como es lógico suponer, florecen, más temprano que tarde, la ilegalidad y la corrupción.
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