+Mons. Enrique Díaz Díaz
Deut. 26 4-10: “Profesión de fe del pueblo escogido”
Salmo 90: “Tú eres mi Dios y en ti confío”
Romanos 10, 8-13: “Profesión de fe del que cree en Jesucristo”
San Lucas 4, 1-13: “El Espíritu llevó a Jesús al desierto; y ahí lo tentó el demonio”
La tentación - Botticelli
Cuando el Papa Sixto IV llamó a Botticelli y a otros artistas italianos para elaborar frescos en la Capilla Sixtina, les proporcionó la idea básica de pintar en dos paredes la comparación de la vida de Moisés y de Cristo. Uno de los temas que pidió fue la Tentación de Jesús que ahora podemos contemplar, pero me parece muy inquietante que, a pesar de que se así se le llame al cuadro, lo que en realidad aparece es una escena muy elaborada y acomodada a las circunstancias, vestidos y costumbres de su tiempo, donde el leproso agradece a Jesús y hace una ofrenda después de ser sanado. Las tentaciones quedan como en un segundo o tercer plano que sólo con mucha atención podemos distinguir. Además, entre los principales personajes se pueden reconocer los rostros tanto de personas cercanas al Papa, como de prelados o familias importantes. Quiso ser un homenaje al Papa y, me imagino que sin querer, nos dejó una gran lección de teología: la tentación está en el fondo, disimulada, pero siempre presente y se encarna en el rostro personalizado y las circunstancias concretas de cada uno de nosotros.
Nuestras tentaciones.
San Lucas nos narra las tres tentaciones de Jesús en las cuales se refleja su lucha interior de frente a su misión pero que al mismo tiempo surge espontánea la pregunta sobre lo que de verdad cuenta en la vida de los hombres. Aparece muy claro el centro de toda tentación: quitar a Dios que, ante todo aquello que aparece como urgente en la vida, queda como en un lugar secundario, quizás hasta superfluo o fastidioso. Poner orden en el mundo por cuenta nuestra, sin Dios, confiarse sólo a las propias capacidades, reconocer como verdaderas y valiosas sólo las realidades políticas, materiales y económicas, y dejar a Dios a un lado como una ilusión, son las tentaciones que nos amenazan actualmente en múltiples formas. Revive en las tentaciones de Jesús, y en las nuestras, la imagen del Génesis donde se nos presenta al maligno disfrazado que trastorna el orden y cubre la tentación de la apariencia moral: no nos invita directamente a hacer el mal, sería muy evidente y peligroso. Hace el engaño de indicar lo mejor: abandonar finalmente las ilusiones y empeñar eficazmente nuestras fuerzas para mejorar el mundo. Nos lo presenta como lo único real y posible: el poder, el tener y el pan, como si las cosas de Dios quedaran tan lejos y tan nebulosas que no tiene caso tenerlas presentes.
Tentaciones a la carta.
Las tentaciones que el demonio, el mentiroso, pone a Jesús son las mismas que cada día se nos van presentando a cada uno de nosotros. No es difícil descubrir la tentación de abandonar al Señor. ¿Por qué creer en un Dios que nunca hemos visto? ¿No es más fácil doblegarnos ante esos otros “diosecillos” que el mundo nos hace atractivos a través de su propaganda: el poder, el dinero, el placer u otros tantos fuegos de artificio? O quizás prefiramos permanecer en la superficialidad y conformarnos con atragantarnos de pan cada día, de calmar nuestra hambre de Dios con migajas que sólo disimulan el hambre. Así llegamos a confundir las huecas piedras que sustentan el edificio del mundo, con lo verdaderamente sólido y fundamental. ¿A qué le damos más importancia nosotros: a las piedras de cada día o a la fuerza que nos infunde Dios cada jornada? ¿Qué permanecerá el día de mañana, las grandes ciudades que edificamos los humanos, o la gran patria celestial que Cristo nos adelanta en su Evangelio? Otras veces caemos en la tentación de lo básico, nos conformamos con lo que vemos y tocamos. Llevamos una vida endemoniada y, en esa vida endiablada, se nos cuelan multitud de demonios que nos ofrecen suculentas felicidades, aparentes manjares. Hoy, constantemente, desde el gran escaparate de la sociedad caprichosa y hedonista, se nos conmina al abandono de Dios, a emborracharnos de los licores del mundo en detrimento del alimento de la fe, a desertar de la familia de los discípulos, instándonos a abrazar otras realidades que, a la vuelta de la esquina, dejarán de existir.
Tentación de borrar a Dios
Pero la más grande de todas las tentaciones es la tentación a la idolatría. Tentación de hacernos un dios a nuestra imagen y semejanza. Tentación de crearnos unas leyes que se acomoden a nuestros criterios, tentación de manipular a Dios en beneficio de nuestros caprichos y nuestras ideologías. Y así llegamos a cobijar en nuestro corazón y en nuestros pensamientos, en nuestras familias y en nuestras actitudes, otros dioses que nos exigen ausencia de ética y de moral, vacío de fe o de total renuncia a nuestras convicciones religiosas. ¿Qué dioses habitan en nuestro corazón? ¿Qué tenemos colgado en las paredes de nuestras casas? ¿Cruces o simples cuadros? ¿Referencias a Dios o ídolos de la canción sugeridos por la moda? ¿Qué referencia tenemos de Dios en nuestros planes, en nuestras luchas sindicales, en nuestras ambiciones laborales? Así las tres tentaciones-símbolo con las que tropezó el pueblo de Israel: preferir el pan a la libertad, adorar al becerro de oro y querer sentirse omnipotente, olvidándose de que está en la mano de Dios; son las mismas tentaciones que sufre nuestro mundo actual y que sufrimos cada uno de nosotros. Esas mismas tentaciones, más o menos encubiertas, son la que padecemos y las que nos hacen tropezar hoy día. Nadie está exento de sentirse atraído por el dinero, por el placer y por la fama o la autosuficiencia. Y quien diga que no las padece, es que ya ha caído en ellas y lo más triste es no darse cuenta.
Tiempo de Cuaresma.
Es un tiempo especial, es tiempo de alejarnos al desierto, de mirar hacia nuestro interior, hacia adentro y descubrir los más íntimos deseos. Es tiempo de desnudarse de toda apariencia y preguntarnos frente al Señor cuántas veces y por qué hemos caído. No, no es tiempo de juzgar a los demás. Es tiempo de reflexión y de enmienda. Tiempo de justicia, de verdad, de liberación. Cada uno llevamos nuestras propias caídas y nuestras propias heridas, es tiempo de levantarse y sanar las heridas. Es tiempo de acogerse a la misericordia del Padre. De sentir su amor infinito que nos llama y nos exige. Es tiempo de revisar cuántos desencuentros, cuántas infidelidades, cuántas injusticias. Pero, al revisarlas, corregirlas; es la Cuaresma tiempo de conversión, y conversión significa caminar, reiniciar el camino de vuelta al Padre. El mirar a Cristo en sus tentaciones, es oportunidad para que sepamos mirar la vida, y mirarnos en la vida. Su retiro al desierto, nos invita a que apaguemos los ruidos que aturden y ensordecen, nos pide que acallemos las voces que esconden la voz de Dios, que nos olvidemos de escuchar cantos de sirenas que nos hablan de la felicidad de comprar, de poseer o de determinados caminos, y que volvamos a oír la voz del amor, la voz que se grita en el silencio y el desierto. Para eso existe la Cuaresma , para dejarnos seducir por Dios en el desierto, para volver a las fuentes, para volver a la fidelidad primera. Para sentir la reconciliación de los enamorados. Eso es la cuaresma: volver a quien está enamorado de nosotros. Pero nuestro volver pasa por el amor al hermano. ¿Cómo vamos a vivir esta cuaresma? ¿Cuáles son nuestras tentaciones? ¿Cómo podemos levantarnos? ¿Cómo vamos a volver al Padre y cómo nos vamos a reencontrar con los hermanos?
Concédenos, Dios todopoderoso, que nuestra cuaresma sea un verdadero desierto donde nos encontremos a nosotros mismos, donde descubramos la inmensidad de tu amor y donde comprendamos que la verdadera conversión pasa por el encuentro con el hermano más pobre y desamparado. Amén.