Usos electoreros y Pacto por México
Tras la denuncia penal formulada por la dirigencia de Acción Nacional contra la titular de la Secretaría de Desarrollo Social (Sedeso), Rosario Robles Berlanga, y contra el gobernador de Veracruz, Javier Duarte, por los presuntos usos electorales de programas sociales, se han multiplicado los desencuentros entre los firmantes del Pacto por México. Aunque la gravedad de la denuncia llevó a la funcionaria a destituir de inmediato a siete funcionarios de Sedeso en Veracruz, el presidente Enrique Peña Nieto desestimó la acción panista como críticas y descalificaciones de aquellos a quienes ocupan y preocupan las elecciones (sic), respuesta desafortunada no sólo porque minimiza un problema real y conocido, que es el uso de los programas sociales para apuntalar electoralmente al partido de las autoridades en turno, sino porque pareció una exculpación, tan anticipada como improcedente, para los acusados.
La respuesta del presidente de Acción Nacional, Gustavo Madero, no se hizo esperar: tras deplorar las expresiones presidenciales anunció que dejaría de asistir a las reuniones del Pacto por México. Posteriormente, las coordinaciones panista y perredista en la Cámara de Diputados informaron que hoy presentarán una solicitud de juicio político contra Robles Berlanga.
Ciertamente, la actual administración federal no debería tomarse a la ligera los señalamientos sobre manejos electoreros en instrumentos de política social como Oportunidades y la Cruzada Nacional contra el Hambre, así fuera porque, como se hizo evidente en la elección presidencial pasada –y como lo ha sido desde el sexenio salinista, en el cual se inventó el programa Solidaridad–, la inducción del voto mediante el reparto de dádivas ha sido una constante, practicada por el PRI, pero también por otros partidos, desde el poder o fuera de él, que distorsiona el ejercicio democrático y reduce los márgenes de legitimidad de las autoridades electas.
En lo inmediato, el episodio podría conducir a la desintegración del Pacto por México, acuerdo que sin duda aceitó el arranque de la administración peñista y ha dado soporte político a las reformas legales y constitucionales que ésta impulsa, pero cuyos alcances son nebulosos y ajenos a la institucionalidad. No es un programa de gobierno que trace lineamientos específicos para la acción de la administración federal, ni un convenio explícito para la conformación de un mayoría legislativa –ni siquiera en un abanico limitado de asuntos–, y las buenas intenciones enumeradas en él son tan vagas que no comprometen a los firmantes a algo en especial.
No deja de resultar sorprendente, en tal circunstancia, que el presidente nacional priísta, César Camacho Quiroz, exprese muestras de alarma ante la perspectiva de la desaparición del pacto referido: No es bueno que dejemos que la sangre llegue al río, dijo el dirigente tricolor, como si el fin del acuerdo fuera a dar pie a una guerra entre sus adherentes. Los hechos hacen pensar, por el contrario, que ante un eventual abandono del Pacto por México no pasaría nada: las agendas legislativas están definidas por los intereses y las posturas que recorren los asientos del Legislativo sin que las bancadas partidarias constituyan factores inamovibles de diferencia y contraste, como se ha visto en lo que se ha tramitado de las reformas peñistas.
Con o sin pacto, por último, es necesario que las instancias penal y legislativa esclarezcan en forma satisfactoria la presunta participación de funcionarios en manejos partidistas de los instrumentos de la Sedeso y, más allá de eso, que los integrantes de la clase política renuncien de una vez por todas, en forma explícita, comprometida y sincera, al uso de los recursos públicos –pertenezcan o no a los programas sociales– para inducir o comprar preferencias electorales entre los ciudadanos. Porque, en tanto no se establezca ese compromiso, la plena normalidad democrática seguirá siendo una reivindicación social insatisfecha.
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