LA TRISTE VIDA DE UN DROGADICTO; LA SOCIEDAD LO RECHAZA Y EL ESTADO LO PENALIZA
" Dónde están los valores y los principios familiares." ¿Sólo le corresponde penalizar al Estado, convirtiéndose en verdugo social?, dónde está de orientador.
" Quien hable de drogadictos debió de convivir con ellos o incluso ser parte, sino, cállate.
POR EL MTRO. MIGUEL ANGEL CARRILLO BARRIOS.
La vida de un drogadicto puede asemejarse a un infierno humeante, donde no ha cabida a la razón ni a la lógica; lo primero es lo primero: mantenerse drogado, después vendrá la satisfacción y la convivencia del yo interno consigo mismo. No hay otra persona con la que se pueda convivir sino no es empática en su adicción, esas otras personas son mis hermanos, mis padres, son mi familia y mi única convivencia solitaria, donde cada día veo salir el sol y anochecer; no me interesa pensar qué hacer o cómo hacerlo, sólo me interesa mi vida helada por la maldita droga, vivo para ella y con ella, sin ella mi vida pareciera yo no ser nadie.
Cuántas veces no escuche esta triste respuesta en tantos hombres y mujeres afectos a las drogas, mismas que parecen morir en vida e ir cavando su tumba paulatinamente en el mundo de la incertidumbre, en la marginación social y la penalización del Estado por haberse condenado a esa adicción, a veces, sin retorno y con destino final a la muerte o al confinamiento sin antes la sociedad y el mismo Estado darle opciones de salida.
Pero en medio de este laberinto de soledad en que se hunden paulatinamente los drogadictos cabrían preguntarnos, ¿dónde están los valores y principios familiares y el papel de las religiones?, seguramente para estos hombres y mujeres que han caído en desgracia sólo recae en ellos el peso de la indiferencia de la sociedad y de la ley. La inculcación de valores desde la familia se ha perdido irremediablemente, en las iglesias y en el seno familiar sólo hay otros intereses que rondan en torno a la excelencia y al molde social, pero no así los medios y los métodos que conlleven a dinámicas que aíslen al drogadicto a distraerlos de su adicción.
Pareciera que el Estado solamente le corresponde penalizar pero no orientar y no es con el combate frontal y sangriento que vamos a detener a las juventudes nacientes de esa inquietud perniciosa e insolente que nos degrada cada vez más y más hacia la desgracia humana.
En este delicado papel, que no ha sido tratado científicamente en torno a su función social, el Estado se convierte en el verdugo de los desdichados, pareciera que se trata de construir más panteones para enterrar más muertos. De allí que puede precisarse que ni el Estado, ni la familia y menos las religiones han asumido un papel preponderante para buscar una solución en fomentar los valores humanos y sociales en que se encuentren un combate a este lastre social gelatinoso que paulatinamente va minando todo en torno al adicto, sus familiares y al mismo Estado donde radica.
Todos hablan de los drogadictos y hasta de sus consecuencias y de oídas solamente, pero yo siento que para hablar de ellos para comprenderlos e incluso hasta es necesario haber sido parte de ese submundo de los olvidados que reciben el desprecio frío de los seres humanos mismos que los rodean. Lamentablemente hablar de las consecuencias sociales, políticas, económicas, legales y hasta espirituales se ha llegado al hartazgo, donde quizá las opiniones han abarrotado el panorama para aquel que ya no desea esto sino una pizca de comprensión que conlleve al adicto a formar conciencia de si mismo.
Si en el hogar se estableciera un equilibrio entre el amor y el sermón, si los padres asumieran un papel digno de no prohibir sino de orientar, tendríamos menos desamor, pues en la mayoría de hogares existe la preocupación para que el niño no le falte nada material olvidando lo espiritual, olvidándose que es más importante un gesto de cariño que un montón de billetes.
En la Iglesia los líderes espirituales se les han olvidado inculcar esos valores, mismos que se fomentan de padres a hijos y piensan que es más fácil incursionar en el mundo de la política, en el mundo del diezmo, en el sermón vago y hueco que fomentar el amor entre la humanidad; se han olvidado que el papel eclesiástico debería ser de cohesión social y no en el mundo de la vanidad y la demagogia.
El Estado como principal rector social sólo se le ha ocurrido penalizar al adicto y al vendedor o productor, pero no se le ha ocurrido pensar que el oxigeno del distribuidor o traficante así como el del productor es el consumidor y que si tuviera un estímulo social, una campaña permanente de concientización para las sociedades adictas le sería más fácil y barato, así como terrorífico y sangriento combatir ese lastre social que se llama drogadicción.
Hablar del por qué los seres humanos incursionan en el mundo de las drogas, de cuántos son, donde están, quiénes son los principales traficantes e incluso hasta de legalizar las drogas pareciera que es la barrera eludible que ha adoptado el Estado, posiblemente sea esa una cortina de humo que mantiene con la mirada permanente la sociedad hacia su desenlace, salida feliz para una sociedad o Estado con economía paupérrima.
Debido a lo anterior, es necesario reforzar valores desde el seno familiar, demostrar principios y cohesionarnos, El estado deberá abordar y adoptar medidas para este problema como un conflicto de seguridad nacional y todos sus agentes socializantes deberá enfocarlos hacia la concientización social para que las juventudes desde su corto amanecer conozcan no solo las consecuencias sino también las bondades de ser drogadicto.
Los líderes religiosos, deben modificar sus criterios evangelizadores en los cuales, coadyuven con la familia y el Estado en hallar soluciones a este problema que está agotando a una sociedad sin respaldo de profesionales; es necesario que haya nuevas políticas que nos finquen un futuro promisorio de una sociedad avasallante y próspera.
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