Operativos encubiertos: en la ruta del fracaso
Con el telón de fondo del escándalo desatado a raíz de las operaciones Rápido y furioso y Receptor abierto, mediante las cuales el gobierno de Estados Unidos permitió el tráfico ilegal de grandes cantidades de armamento a nuestro país, y en el contexto de los angustiosos resultados de la guerra lanzada hace casi un lustro por el gobierno calderonista contra la delincuencia organizada, la Cámara de Senadores discute la posibilidad de avalar un conjunto de modificaciones a la Ley Federal contra la Delincuencia Organizada propuestas por el Ejecutivo que, entre otras cosas, incorporan la posibilidad de llevar a cabo acciones encubiertas de distribución y rastreo de armas similares a las de los citados operativos, así como la participación de agentes infiltrados.
En suma, se pretende modificar el marco legal vigente para abrir una perspectiva indeseable y riesgosa: que la autoridad termine convirtiéndose, con el desarrollo de las operaciones mencionadas, en proveedora de armamento u otro tipo de recursos para la delincuencia organizada, tal como ocurrió con el gobierno estadunidense a través de programas como los mencionados.
Si algo quedó al descubierto a raíz de esos episodios fue que la ambigüedad de Estados Unidos –que con una mano provee de recursos económicos y militares al gobierno mexicano mediante la Iniciativa Mérida y con la otra arma a los cárteles del narcotráfico que operan en nuestro país– constituye uno de los factores explicativos del fracaso de la estrategia de seguridad vigente, la cual se ha saldado, hasta ahora, con unas 50 mil víctimas mortales; ha provocado la destrucción del tejido social y de la economía en amplias franjas del territorio; ha acentuado el desgaste de las instituciones encargadas de salvaguardar la integridad territorial y de procurar justicia y, por si fuera poco, ha llevado a una claudicación inadmisible en materia de soberanía nacional ante el gobierno de Washington.
En tal perspectiva, lo último que cabría esperar de las autoridades mexicanas es que imiten, como pretenden hacerlo, las prácticas de un gobierno que se ha revelado como un aliado poco confiable en materia de combate al crimen organizado: las posibilidades de que esas operaciones fracasen, como ocurrió con Rápido y furioso y Receptor abierto, se multiplican en un entorno institucional caracterizado por el descontrol, la corrupción, la descoordinación de las distintas dependencias federales involucradas en el combate a la delincuencia y el desorden al interior de cada una de ellas en el manejo de las armas confiscadas.
Por otra parte, con la pretensión de incorporar en la ley la operación de agentes encubiertos se corre el riesgo de dotar a éstos de una cobertura oficial para cometer actos ilícitos desde posiciones dentro de la delincuencia organizada. Si de por sí ya son sobrados los indicios de que la actual estrategia de seguridad ha configurado un marco para la comisión de crímenes de diversa índole por parte de efectivos gubernamentales –recuérdese el contenido del informe entregado esta semana por Human Rights Watch, en el que se documentan casos de agresiones de representantes del poder público contra la población civil–, sería un error monumental, en términos legales y humanitarios, aprobar modificaciones al marco jurídico que doten de impunidad a servidores públicos que atenten contra la seguridad de la población, así sea en el contexto de operaciones encubiertas.
La delincuencia –entristece tener que recordarlo– no puede combatirse fomentando la ilegalidad. Aun suponiendo que fuera correcto el empeño de combatir el narcotráfico y el crimen organizado mediante un enfoque meramente policial, el gobierno federal tiene a su disposición opciones –un mayor énfasis táctico en el lavado del dinero, por ejemplo– para hacer frente a las organizaciones delictivas en forma mucho más efectiva y con mucho menor costo en términos de vidas humanas y degradación de la paz pública. En cambio, en la medida que se profundiza una estrategia fallida y se adoptan rumbos de acción que han probado su ineficacia y su carácter contraproducente, se mantiene un rumbo de acción destinado al fracaso. Cabe esperar, por último, que los legisladores cobren conciencia del enorme riesgo que implica avalar esas propuestas presidenciales y actúen en consecuencia.
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