Los límites de la revuelta
En la plaza cairota de Tahrir, emblema de la rebelión popular que culminó en febrero pasado con la caída de Hosni Mubarak y su remplazo por un gobierno militar, la represión desatada ayer por las fuerzas de seguridad contra manifestantes antigubernamentales dejó un saldo de tres muertos y casi 700 heridos. Las manifestaciones se iniciaron el viernes de la semana anterior, en demanda de un calendario claro para que la cúpula castrense transfiera el poder político a un gobierno democráticamente constituido.
Con tan lamentables circunstancias en Egipto, y con la rebelión popular libia tripulada por una incursión militar de claros ribetes neocoloniales, es claro que la llamada primavera árabe –que tanto entusiasmo suscitó en el planeta durante el primer semestre de este año– ha dado paso a fenómenos inopinados cuyo signo es muy diferente, si no es que opuesto, al sentido de libertad, modernización y democracia que animó las protestas iniciales en esos países y en otros. A mayor abundamiento, en Túnez, primera nación árabe sacudida por reclamos sociales, bastó con operar un recambio en las cúpulas del poder político para neutralizarlos; en Bahrein y Yemen las manifestaciones fueron aplastadas mediante una violenta represión; otro tanto ocurrió, aunque en menor escala, en Arabia Saudita y Jordania; en Libia, como ya se ha dicho, el movimiento de protesta contra el régimen de Muammar Kadafi dio pie a una cruenta intervención militar y a una guerra que no sólo causó la caída y el bárbaro asesinato del hasta entonces hombre fuerte sino también una vasta destrucción de vidas y bienes y un uncimiento del país a los gobiernos extranjeros que participaron en la expedición armada. Por lo que hace a Siria, es ya inocultable que tras los violentos choques entre manifestantes y fuerzas del orden operan Washington, Bruselas y Tel Aviv, empeñados en alterar, a como dé lugar, el viejo equilibrio de fuerzas en Medio Oriente para perjudicar a Irán y favorecer a Israel.
En los escenarios menos malos, las celebradas protestas dieron lugar a operaciones de gatopardismo que dejaron intactas, en lo fundamental, las estructuras políticas egipcia y tunecina; en los más graves –Libia y Siria– han terminado por servir como punta de lanza para injerencias occidentales orientadas por intereses geopolíticos y comerciales.
Mirando en retrospectiva tales resultados tal vez no resulten tan sorprendentes. A fin de cuentas, los movimientos sociales que sacudieron desde comienzos de año al Magreb y otras zonas del mundo árabe, si bien hicieron alarde de frescura, imaginación y modernidad, no han sido capaces de generar, en cambio, en ninguno de los casos, una mínima propuesta programática ni organizativa que les permita transitar más allá de la defenestración de gobernantes odiados e impopulares, liderazgos consistentes ni respuestas a la disyuntiva en que se encuentra buena parte del mundo árabe, entre las monarquías sátrapas –como en los países de la península arábiga, Marruecos y Jordania– y las sordas, autoritarias y asfixiantes burocracias oficiales en las que degeneraron las corrientes de inspiración nasserista –articulados en su mayoría en el omnipresente partido Baaz– y los movimientos de liberación nacional de mediados del siglo pasado. En ausencia de un desarrollo cívico y político en las sociedades respectivas, las únicas alternativas orgánicas y coherentes a tales formas de control político provienen, por desgracia, del ámbito de los fundamentalismos islámicos.
Todo parece indicar, en suma, que la modernización institucional y social de las naciones árabes tomará mucho más tiempo de lo que permitió pensar la primavera del año que está por terminar, y que tales naciones no sólo deberán acometer la tarea de demoler tiranías nativas, monárquicas o formalmente republicanas, religiosas o seculares, sino también hacer frente al cada vez más desbocado intervencionismo occidental.
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